LAS
BRUJAS DE ZAMORA HUAYCO
En una de las casas situadas en
la calle principal de la ciudad, vivía una dama solterona que pasaba, igual que
los demás de su oficio, dormitando las tardes tras el mostrador de su almacén.
Las comodidades que gozaba y la
vida sedentaria que llevaba la volvieron sumamente voluminosa y la grasa de su
cuerpo terminó borrando sus facciones regulares y bonitas. Un día, su enorme
riqueza se redujo a unas cuatro antiguallas en muebles, aparte del almacén que
cada vez se lo miraba más vacío.
Su única compañera era Doña Sabina que, a raíz de la muerte de sus padres, se había convertido en la única persona que cuidaba de ella. Un día la convenció de acudir en “un viaje” hacia Zamora Huayco para compartir un hechizo con las famosas brujas que habitaban ahí, y de esa forma acabar con su infortunio.
Luego del viaje, un terrible escalofrío sacudió el cuerpo de la dama y sintió el impulso de huir despavorida, pero la vieja Sabina no permitió que ella se marchara. Las brujas comenzaron a levantarse de sus asientos e Iban a postrarse a los pies de un chivo con cabeza de demonio y luego de que le besaran las patas, recogían del suelo una bolsa de cuero llena de monedas de oro.
Terminado este ritual las hechiceras volvían a pronunciar el estribillo que las transformaba en murciélagos, pavos u otras aves voladoras y retornaban a sus viviendas en donde luego adquirían otra vez su forma natural.
Con el dinero que traía de aquellas reuniones volvieron los parientes, amigos y hasta los admiradores de la señorita Filomena.
Una noche dos guardias vieron salir de la casa de la señorita Filomena a un par de raros animales que emprendieron vuelo hacia Zamora Huayco.
Momentos antes habían sonado las 12 campanadas de la medianoche en la iglesia de San Sebastián y los gendarmes llenos de miedo y curiosidad apuntaron su rifle en dirección a estas criaturas. Su error fue disparar únicamente al más grande, quien cayó bruscamente sobre el patio del cuartel, mientras que la otra siguió su camino.
Cuando los agentes vieron caer al animal, corrieron a mirarlo. Pero su sorpresa no tubo límites, cuando se encontraron con el cuerpo ensangrentado de la señorita Filomena.
Uno de los tiros le había perforado la cabeza y otro el corazón. Entre los estertores de la muerte, la agonizante dama pidió a los guardias que por favor la llevaran y la dejaran morir en su casa sin decir una sola palabra a nadie.
Los guardias accedieron a su petición y luego de dejar a la moribunda en manos de la vieja sirvienta que los había estado esperando en la puerta de la casa, regresaron a su cuartel y sacrificaron a un pequeño perro para justificar el ruido de los tiros y la presencia de la sangre regada sobre el patio.
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